Tuesday, November 23, 2004

VIII La mujer que vuela

Espasmos

Yo: Me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias, o como pasas de higo…
Ella 1: Pues que los tengan como quieran, ¿no?
Yo: … ay olvídalo
Ella 1: ¿qué? ¿Pues sí, no? Que los tengan como quieran!!!
Yo: …


Mi vida empezaba a tornarse turbia. Entre los autores existenciales y mis sueños y ensueños, las cosas, lo material, el mundo cotidiano en sí, empezaba a transformarse y poco a poco a tomar vida, al mismo tiempo que la gente, los entes animados por el contrario, comenzaban a verse grises.

Si repasara de punta a punta mi vida no sabría contarla, porque en ese entonces se formaron esas grandes lagunas en mi mente, simple y sencillamente porque la objetividad con que había crecido, había sido sometida de cierto modo a algo parecido a “La Duda metódica” de Descartes. Las verdades fueron reducidas y desarmadas hasta lo mas pequeño comprobable, por lo que en cierto momento, el sentido común no era suficiente juez para avalarlas. Mis maestros existenciales de ese entonces, como le había platicado antes, eran Hesse, Nietzhce y Sartre. No tardaron mucho en hacer de jueces, o mejor dicho, no tardé mucho en darles el papel a ellos, claro, dentro de mi conciencia, La gente, las masas, las comunidades se volvieron absurdo, no podía dejar de verlos como cangrejos (en palabras de Sartre por supuesto), mientras por el contrario, las cosas, los objetos cobraban vida y se volvían de pronto amenazas comunes. Por ejemplo, recuerdo una vez, que estaba fuera de los laboratorios de fotografía, en la universidad, pasillo largo donde se distribuían, desde la entrada a mano izquierda, cuatro puertas, cada una, entrada a dos y hasta cuatro laboratorios, mientras que del lado derecho un ventanal con muro bajo, donde uno podía sentarse perfectamente y recargarse en el cristal, siempre y cuando, ni los maestros ni los vigilantes lo vieran, porque eso no debía hacerse. Yo estaba, como todo rebelde, sentado ahí esperando clase, y de pronto en mi mente surgió la duda, ¿podía ser que el vidrio tuviera vida? Si era así, entonces estaba esperando el momento adecuado, para hacerse blando y dejarme caer de ese tercer piso. Era tal magnitud la de mi pensamiento que pronto, podía ver como se hacían ondas en el cristal, amenazando, dejarme ver que en el fondo había descubierto la vibración exacta entre las partículas del mismo, mi pensamiento las había tocado, había vibrado a la misma frecuencia y estaban por desmoronarse para hacer fatídico el desenlace de mi propia idea. Por supuesto salí corriendo de ahí, porque había descubierto, según yo, que las cosas estaban acechando, esperando el momento en que uno las tocara de algún modo en su estructura más íntima para que ellas pudieran desquitarse.

Si me pregunta usted, de qué querían desquitarse, primero tendría qué decirle que ya no soy el mismo de antes, que mi forma de pensar ha transmutado día con día. Sin embargo, recuerdo bien la teoría que formulé en ese entonces porque me dio suficiente como para empezar a escribir una novela, novela que nunca terminé por cierto. Las cosas, como parte de un universo y de un orden, estaban, hasta antes del hombre, dispuestas de algún modo que respondía a patrones universales de orden y caos, siempre en un ciclo indestructible dentro del margen de lo infinito. Sus transformaciones radicaban en el tiempo y la intervención de la energía natural. El hombre, al que yo tomaba como un fatal accidente, había llegado a transformar ese orden, a modificarlo con todo el egoísmo que pudiese haber en el universo, eso lo comprobaba si lo comparaba con cualquier animal, los animales aprenden a adaptarse a un entorno, el hombre adapta para sí el entorno. Las cosas, como parte de un todo, a través de la voluntad del hombre son alteradas y así arrancadas de su propia evolución. Razón suficiente para guardar rencor hacia el hombre.

No fue la única ocasión que salí huyendo de los objetos o las cosas, o las bancas de piedra o lo que fuera. Por supuesto, también a la gente temía, a veces, sin más razones, tenía tendencias hurañas y esquivaba a toda persona, no soportaba el contacto de ningún tipo de la gente que me rodeaba. Odiaba, por ejemplo, a la señora panzona que por razones de espacio dentro del metro, había tenido que dejar caer su panza sobre mi hombro, no toleraba el contacto. O al señor que por accidente había tocado mi mano con la suya en la barandilla, o al chofer que al darme el cambio tocaba de paso mis dedos, o a la muchacha que sentada a un lado mío tocara mi hombro. Todo tipo de contacto se me hacía repulsivo. La verdad es que ahora hasta podría avergonzarme de todo ello, pero no es así, porque finalmente, todo este proceso, me llevó a otro rumbo en algún momento de mi vida.

A veces, llegaba a la escuela y huía hasta de mis amigos, los saludaba si acaso, con un movimiento de cabeza. En una ocasión, mi amigo Javier me jaló del brazo y me dijo, “a ver güey, ya dime la neta, te cago o qué pedo, por qué me haces jetas, ¿qué ya no me quieres?”

Yo no podía responder acertadamente a ese tipo de interrogantes, no era él el problema, ni ella , ni ellos, era yo el problema.

La trova empezó a inundar mi vida con coros y ecos inolvidables, por aquél entonces también estuvo en la ciudad Mario Benedetti haciendo una lectura maravillosa de poemas en el Palacio de Bellas Artes, evento en el que estuve presente desde un palco reservado a la prensa, no me importó ser un mentiroso para estar allí. Aquél evento dio un giro espontáneo a mi vida, porque curiosamente ese día salí enamorado de ahí, enamorado simplemente, de quién, de nadie, solo enamorado, ahí vino el primer espasmo de la mujer que vuela.


CASI PERFECTA

¡Cómo te quiero a ti!
sólo a ti.

Aunque entre humanas gire mi cuerpo
y aunque las quiera a ellas,
pero no igual que a ti.

Te espero en la noche,
en la madrugada,
en el día.

Te busco en el tiempo
te espero todo el tiempo
eres perfecta, aun sin tiempo.

Me visitas en asaltos de sueño
me asaltas y te llevas mi sueño,
¡Cómo quiero mi sueño!
y en insomnios también te quiero.

Te quiero a ti, a ti por ser perfecta...
bueno...casi perfecta
pues lo serías, si existieras.


La mujer que vuela, atravesaba por una crisis pequeña de credibilidad, más no de amor, se había ratificado éste último, aunque su presencia se había hecho casi inexistente, desde aquél sueño en el noventa y cuatro, no había vuelto a aparecer. Yo seguía buscando, aunque la duda se había presentado varias veces.

El primer día de clase de la universidad, tuvimos taller de serigrafía, taller amplio que en el 99 fue como mi departamento porque viví ahí por meses, pero estamos apenas en el 97, intentando conocernos bajo la dinámica de los maestros de “se van levantando, dicen su nombre y su edad y hablan un poco de ustedes”. Ahí, recuerdo casi como fotografía, la mirada de soslayo con media sonrisa dibujada de Haydeé, la primer chica de la universidad que me interesó, lo dejé ver desde ese momento, mi sonrisa también vino al rostro. Ese mismo día nos hicimos compañeritos, de esos que van casi a todos lados juntos, ambos, fuimos cambiando, cada vez más nos aproximábamos, cada quien por su parte, a un lado oscuro del alma, no sé bien, si yo por influencia de ella, al revés, o simplemente cada quien en su mundo, el caso es, que ella, en su lenguaje contemplaba los sueños casi del mismo modo que yo, como simbolismos de la vida, como algo más que simples sueños, los desprendimientos como extensiones del alma y del contacto, las noches como refugio del corazón y ventana al universo, en fin, mundos muy parecidos, percepciones muy parecidas. Alguna noche, tuve un desprendimiento, en el que al ir volando, me encontré con alguien que me tomó la mano, volamos un momento juntos y la despedida en aterrizaje forzoso. Esa mano, curiosamente, como sabrá usted la pude reconocer ya en algún momento, sin embargo la mañana siguiente a ese desprendimiento, confiaba en que fuera ella.

Al llegar a la escuela y encontrarla entrando al salón de clase, la tomé del brazo, ella entendió que quería decirle algo y salió conmigo, le tomé la mano, su expresión, tan compasiva como desorientada, no fueron nada significativo en comparación con mi incertidumbre al descubrir que no era su mano la que había estrechado la mía la noche anterior.

Aunque por algún tiempo seguí aferrándome a la idea de que ella podía ser, ella misma puso una barrera, que de a poco se volvió indestructible, entre nosotros. Barrera que ayudó a construir otro compañero que la pretendió con tal persistencia que aún ahora, después de años, siguen juntos, peleando a veces o aburridos o como sea, pero juntos. Si hubiera sido el caso, de que hubiera estado yo con ella, nos habríamos dejado de inmediato, porque pronto fuimos muy distintos de lo que habíamos dibujado ser.

Yo: Me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias, o como pasas de higo, un cutis de durazno, o de papel de lija, le doy una importancia igual a cero al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco o con un aliento insecticida…
Ella 2: jajaja
Yo: … uhmmm…
Ella 2: ¿?… jajaja


Por aquél tiempo mi madre empezó a escuchar un programa en la radio, programa de un señor que había diseñado una técnica de entrenamiento mental, que tenía por finalidad cambiar la estructura de pensamiento. Su idea, básicamente, es exactamente lo contrario a lo que propone el psicoanálisis. Plantea, según mis propias palabras, que la estructura mental con la que estamos educados, está forjada a base de castigo-recompensa, lo que significa, en pocas palabras, que hacemos las cosas que hacemos, por obtener algo, la recompensa; las que no, por miedo al castigo. No sé qué encontré de fenomenal en ello, pero su programa, más que servir para explicar su técnica y teoría, era, mejor dicho, cuestión meramente práctica. Alguien llama, cuenta un problema y él fundamenta, a través del ejemplo del que estuviese del otro lado del auricular, la sencillez de su planteamiento y lo terriblemente estúpidos que somos, lo increíblemente mediocres, lo inmensamente mensos que nos hemos vuelto a través del tiempo.

Probablemente no debiera reparar tanto en este tema, pero si le comento todo esto, es por la sencilla razón de que este programa de radio, cambió mi forma de ser, de cierto modo, fue definitivo en la construcción de mi personalidad. Parece absurdo, es más, podría avergonzarme al decir textualmente que un programa de radio me cambió la vida, pero el hecho es que no me avergüenza, por el contrario, siento que mi vida está llena de este tipo de cosas que, de pronto aparecen, me transforman, se van. Dejan algo en mi, una especie de misión, un aprendizaje, una nueva forma de ver la vida, una nueva forma de vivir, de ser, algo, siempre algo.

Leonardo, (es el nombre de este señor), dice, que no somos felices por la simple y sencilla razón de que nosotros mismos no nos autorizamos a serlo. Nos afanamos tanto en buscar la felicidad fuera de nosotros que no podemos alcanzarla, porque pensamos que ésta la encontraremos en la casa de nuestros sueños, en el trabajo donde pagan más, en el coche que nos queremos comprar, en el esposo de la vecina, en el juguete del otro niño, en el dinero, en, en, en… pero cuando por fin alcanzamos eso… no encontramos la felicidad, ¿por qué?, porque no nos hemos autorizado a serlo. Uno puede decir, ¡yo quiero ser feliz, eso basta! Pero la realidad es, que no es verdad, quererlo no significa que hagamos algo por lograrlo. ¿A usted nunca le ha pasado, por ejemplo, que está con algo que siempre quiso, y le entra el miedo, o la confusión o el pretexto, y termina por ponerse mil baches imaginarios tratando de desbaratar eso?. La explicación que da Leonardo es simple, no podemos ser felices con ello, porque la felicidad no depende de un algo, sino de la aceptación y el amor a uno mismo, del amor, puede venir la autorización a ser felices. Cualquier persona puede decir, por ejemplo, que esto suena muy idealista, que suena lógico, o que suena absurdo, o que suene de mil distintos modos, pero el hecho es que todo eso, no se puede lograr manteniendo una estructura mental basada en castigo recompensa, porque todo, absolutamente todo, se convierte en negociaciones, todas las relaciones interpersonales, las interiores, todo, se vuelve negociar. Se ha puesto a pensar ¿por qué, cuando las señoras están en el chisme, terminan hablando de sus innumerables dolencias físicas y espirituales? Empieza diciendo la una, me pegó mi marido. La otra, pobrecita, fíjate que a mi hermana le pega refeo su esposo. Si, pero a mi me pegó aquí, mira cómo me dejó. Ay, mana fíjate que a mi me duele ahí mismo, desde hace mucho, pero no he tenido para ir al doctor. Pues yo no tengo ni para comprar lo de los niños. Además, también me duele acá, mira. Híijole tienes bien feo, casi como tengo yo pero acá. Y fíjate que... Y a mí me.... Y… Desafortunadamente, este es un patrón que todos reproducimos de cierto modo, una infinita competencia por ver quién está peor, eso, a nivel cerebral, tiene sus repercusiones porque el trabajo que realiza nuestro cerebro no es solamente el que pensamos que hace, si fuera así, pobre ser humano. Nuestro cerebro trabaja, hace cosas que no sabemos, pero de pronto, efectivamente tenemos más argumentos para ser de verdad el más jodido de todos, ¿cómo lo hicimos?, y terminan diciéndole a uno, “nombre, hazte una limpia, a ti sí que te va mal en la vida” cuando eso se logra, obtuvimos la recompensa, negociamos con la lástima, ganamos la competencia. Después, nos hacemos la limpia, y efectivamente nos ayuda. ¿Por qué?. Porque nuestra cabeza hace cosas que no sabemos que hace. Trabaja en diferentes planos, hace todo lo necesario para procurarnos lo que precisamos, si precisamos ser los más jodidos para entonces tener un pretexto para algo, ah, entonces, de pronto, como maldición del cielo, nos enfermamos, o nos accidentamos, o cualquier cantidad de cosas que no tienen una explicación lógica, le llamamos mala suerte, mala racha, como sea, pero no es una casualidad que pase, por el contrario, es efecto de una causa, y esa causa, aunque no la sepamos de cierta, está dentro de nosotros, nosotros la creamos, nuestra cabeza trabaja en ello todo el tiempo. Pedimos a Dios que nos ayude simple y sencillamente porque no nos queremos hacer responsables de lo que nos sucede, somos, a fin de cuentas, mensos. No podemos alcanzar la inmensidad, porque no nos hacemos responsables de nuestras vidas. Es preferible, pareciera, tener algo a qué echarle la culpa.

Aprendí, después de todo, que la felicidad se alcanza en la medida que uno se permite tenerla. El modelo del que parte este hombre, para decir que podemos modificar la estructura de pensamiento es, a grandes rasgos, remontarse a la infancia, donde uno era feliz por naturaleza. Felicidad que vamos perdiendo en el momento en que la sociedad nos hace creer que obtener placer por sí mismo es malo, cuando empezamos a creer que el juguete del otro niño es mejor que el nuestro. La técnica, consiste en rescatar un pensamiento placentero de cuando teníamos tres o cuatro años, visualizar esa felicidad que nos provocaba jugar con un juguete (el juguete favorito), en el momento en el que el recuerdo aparece, vendrá consigo, un sin fin de pensamientos tratando de disolverlo. Por ejemplo, si uno recuerda que estaba jugando con un cochecito, también vendrá acompañado de otro recuerdo de cuando ese cochecito fue aplastado por accidente por el pie de papá. La cuestión es, que no permitamos que esos otros recuerdos invadan al primero, que defendamos con todo nuestro ingenio esa felicidad. A la larga, aprender a defender el pensamiento placentero, por automatismo, la estructura de pensamiento dejará, poco a poco, de funcionar a razón del displacer cambiando así por el placer. Además, tiene un argumento curioso, dice que muy a pesar de que hay quienes afirman que el ser humano no utiliza su potencial al cien por ciento, él tiene la convicción de que sí lo utiliza, solo que no sabe cómo, que quizá, de ser el caso, utiliza el diez por ciento en su beneficio mientras utiliza el otro noventa en perjuicio, en su técnica, el objetivo es reorientar ese potencial para que sea utilizado en beneficio. Y lo más curioso de ello, es que uno no tiene qué hacer nada sino aprender a defender ese recuerdo de la infancia, lo demás viene por sí solo, el problema, plantea, es que las reacciones son tan casi inmediatas, que la gente abandona el ejercicio porque de pronto ven que las cosas están sucediendo a favor y se atemorizan, porque ello implica empezar a disfrutar de la vida, cosa que no saben hacer. No se diga, también, de empezar a ser responsables de lo que en su vida sucede, a veces, es preferible echar la culpa a alguien o algo de lo que nos sucede.

Dado este contexto, se imaginará usted, que las cosas que pasaban por mi cabeza no eran las más ordinarias, porque por un lado tenía la pugna entre defender mis pensamientos placenteros, por el otro, la batalla interna con mis autores de cabecera, cosa que no era fácil, porque entre días en que tenía los pleitos con los objetos y los cangrejos; y días en que descubría lo maravilloso de la vida, mi personalidad estaba definiéndose con tremendos contrastes.

Coincido con usted, cuando plantea la vida como un ir brincando de rama en rama, porque a veces, sepamos o no, a dónde queremos llegar, de algún modo, vamos construyendo una senda que nos llevará en algún momento a eso, eso que precisamos, es decir, preciso luego existo, luego brinco porque preciso brincar y llegar a otro lado, así es como de algún modo se ha construido mi historia, así es como se ha tejido esta madeja que es mi historia, en la que de buscarle en un lugar y otro y dejado de buscarle y brincado hacia donde sé que no está, ha sido todo, tanto necesario para poder llegar a este momento, más, al momento en el que usted apareció, casi casualmente. Causalmente.

Ana estaba en el mismo grupo de la universidad, ella, había llamado mi atención de otro modo. Cuando me di cuenta, ambos estábamos ya muy cerca. ¿Cómo empezó la relación con ella? Podría decirle que con un beso, pero en realidad empezó con un vistazo a nuestros nombres. En alguna materia nos dejaron de tarea, hacer un gráfico con nuestro nombre, y otro con el nombre de otra persona del grupo, cualquiera, sin la necesidad de decirle algo. El ejercicio consistía en tratar de dar carácter a las letras que compusieran el nombre, de modo que dejara ver un poco de la personalidad de la persona elegida y el propio.

Por supuesto, no era Ana la persona que yo había elegido, como no era yo la persona que ella había elegido. Yo había pensado en Haydeé, y con toda la atmósfera oscura que habíamos dibujado a nuestro entorno, su nombre resultó una serie de objetos y símbolos como una pirámide, un arpa dorada, y otras cosas que no recuerdo, todo en matices ocre, café y negro, al igual que el mío que fue hecho con los pilares de un Partenón mal dibujado y unas cuantas madera atravesadas. Ambos muy parecidos entre sí, ninguno representaba más allá de lo que en mi cabeza había, porque Haydeé no se sintió identificada con mi gráfico aunque cuando el maestro preguntó ella dijera casi en tono forzado que así era. A su vez, ella había elegido mi nombre, que resultó ser una carita de un tipo malforme rodeado de humo de cigarro, y a pesar de que el tema no me desagradaba, tampoco me identificaba con la solución gráfica. Ella dijo, que lo había elegido porque desde que supo cómo se escribía mi nombre, se había imaginado una carita, por aquello de la doble “o”. Sin embargo, Ana, en su nombre aplicó algo más que carácter a su nombre, porque escribió “ANITA”, ella explica que “Ana” se le hacía ridículo y que en tres letras era difícil poder representar algo más allá de la palabra en sí, yo creo, en cambio, que la simetría que ofrecía su nombre daba un poco de margen para poder hacer cosas bastante interesantes, pero no lo hizo, lo primero que se le ocurrió fue agrandar el nombre haciéndolo diminutivo. La cuestión es que cuando yo lo vi, después de que yo sabía perfecto que ella no se llamaba Anita sino Ana, me causó un poco de curiosidad, usted sabe, como un poco de ternura, el que ella tratara de reflejar lo que es, poniendo su nombre en diminutivo, independientemente de que el arte con que vistió su tarea no era tampoco algo solemne sino alegre. Quizá, la razón intrínseca para que ello llamara tanto mi atención fuese que en el fondo, después de tanto discurso mental, mi alma requería de un ancla que la trajera de nuevo a la tierra. De cierto modo así funcionó. Ella, me decía a veces, “¿cómo puedes estar con alguien como yo, si soy exactamente como todo lo que odias de este mundo?”, quizá no son las palabras exactas, pero versaba en ese tenor. Nunca tuve respuesta para ello. Lo nuestro terminó pronto, y no porque yo quisiera terminar, de hecho, según entiendo, tampoco ella quería terminar, pero algo pasó en su vida que le impidió de algún modo seguir en la relación. Un día llegó a la escuela, me escribió una carta que leí al momento, su carta decía que ella era niña que siempre lo había tenido todo, que de cierto modo era una niña consentida, que a veces no sabía qué hacer cuando se le presentaba un problema y que, a grandes rasgos, ella sentía que abusaba de mi persona, por lo que no podía seguir conmigo. Todo en su carta, me parecía un poco falto de coherencia, y falto también de una verdadera razón, sin embargo, lo acepté de buen modo, de hecho me alegró que tuviera la delicadeza suficiente como para externarme un poco de lo que sentía, le abracé, le di un beso en la mejilla y dije que lo que ella decidiera estaba bien. A pesar de que yo le quería, para entonces, demasiado, no me costó trabajo entender que a veces las personas encuentran caminos que las alejan de otros. No estuve triste, no lloré, no me deprimí, pero sí la extrañé.

No era ella la que actuaba extraño, viendo esto, desde el punto de vista del sentido común. Algunas veces estuvimos de nuevo juntos, sin embargo, mi comportamiento era completamente impredecible, incluso para mí mismo, porque de pronto, salía un grito desde el fondo de mi alma y era suficiente para que me alejara de la gente que me rodeaba, así, sin más rodeos ni explicaciones. A ella le tocó también alguna vez uno de esos desplantes. Yo no entiendo cómo es que aún seguimos siendo buenos amigos, después de ese tipo de cosas que yo hacía. Por ejemplo, alguna ocasión estábamos reunidos varios del grupo en un rincón de la escuela que reservábamos para beber los viernes, esta ocasión, a diferencia de otras, la guitarra había dejado lugar también a mis tan recurridas declamaciones y lecturas, me encantaba leer mi poesía, ese es un vicio de más de un poeta, máxime cuando sabe que no lo es y trata de serlo; el caso es que esa noche, di lectura a un poemita que acababa de escribir hacía poco tiempo. Poema que usted conoce por supuesto, “No me abandones”, a no más de cinco minutos de terminar esa lectura, volví el rostro al suyo no muy lejano y pregunté “¿Cuántas veces has volteado atrás para decir adiós?”, ella lo entendió, yo me estaba despidiendo.

Yo: Me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias, o como pasas de higo…
Ella 3: un cutis de durazno, o de papel de lija, le doy una importancia igual a cero al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco o con un aliento insecticida…
Yo: soy perfectamente capaz de soportar una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias
Ella 3: pero eso sí…
Yo: y en esto soy irreductible…
Ambos: no les perdono bajo ningún pretexto, que no sepan volar, porque si no saben volar, pierden el tiempo conmigo.
Ella 3: Cómo es posible que llegues precisamente con mi poema favorito?
Yo: Quién eres?
Ella 3: Llegaste tarde… ya me voy…
Yo: pero…
Ella 3: Nos volveremos a encontrar…