Saturday, October 30, 2004

VII La secundaria

A parte de Jorgito, el amigo que atropellaron, la calle estaba poblada por Jorges, Jorge mi padre; Jorge Flores, el vecino que se hizo compadre de mi padre; Jorge Gustavo su hijo; Jorge el lelo; Jorge el papá de los chichicuilotes, (nunca supe por qué les decían así); Jorge el chichicuilote (el hijo); Jorge a secas, el vecino de Nadia; y por supuesto Jorge de los chinitos, Jorge Aroón. La gente, cuando nosotros llegamos a la colonia nos encontraron rasgos orientales y por mucho tiempo nos llamaron los chinitos, para otros éramos los burgueses, -jaja-, yo no sé de dónde sacaron eso, nuestra miseria era igual que la de ellos, solo que todos los domingos, después de la misa y la barbacoa o la pancita, la rutina consistía en ir al mandado, cosa que se dividía en dos etapas, la primera, era el mercado, donde se compraban todas las verduras, bolsas y bolsas de verduras, y bolsas y bolsas de fruta. Mi padre gustaba mucho de la fruta. La segunda etapa era Blanco, tienda que desapareció y fue sustituida por un Bodega Aurrerá, donde se compraba la caja de leche, el jabón de polvo, el cloro, las servilletas, el papel, los jabones de baño, el shampoo, el cereal, las galletas, el jamón, el queso, y tanta madre que no recuerdo, la cosa es que en los primeros años que vivimos aquí, siempre teníamos problemas para cerrar la cajuela del auto después de meter todo el mandado y la despensa. Conforme el paso del tiempo, cada vez menguaba más y más, hasta el punto de no ir todos los domingos por el mandado y solo comprar cosas basiquísimas en la tienda. Pero estaba en otra cosa, Para los amigos era –“Mamá, voy a salir a jugar con Jorge”– “¿Cuál Jorge?” – “Jorge, de los chinitos”. Para las vecinas era “Ayy, qué educados son Jorgito y sus hermanas”- “¿Cuál Jorgito?” – “Jorgito el de los burgueses”. Pues ni chinitos, ni burgueses. Por otro lado, “Jorge”, bueno, “Jorge Rivera” también me pesaba, porque Jorge Rivera era mi padre, y no obstante, en esos tiempos, “Jorge Rivero” era un tipo famoso, y eso era suficiente para que la gente tuviera oportunidad de hacer una broma, –“¿como te llamas?” – “Jorge” – “¿Jorge qué? – Jorge Rivera” – “Ah! ¿Jorge Rivero?… sí, se te nota”- “…” – claro, porque a parte de ser un enano, era un tilico, un poco más de lo que estoy ahora. Por fortuna, en la primaria, no había otros jorges en mi grupo, sin embargo ya escuchar “Jorge” o “Jorgito” me molestaba. En mi cabeza solo había una idea fija, “éramos demasiados Jorges, Jorge no es mi nombre”.

Cuando entré a la secundaria, fue mi oportunidad, desde el primer momento me presenté como Aroón. Aunque tampoco fue alivio por un tiempo, porque para la foto de los trámites de ingreso, pidieron que mi corte de cabello fuera casquete corto, no sé a dónde diablos me llevaron, pero me dejaron la cabeza como puercoespín, y un uno de los primeros días de clases, a una creativa maestra se le ocurrió llamarme la atención frente a todos y rematar su regaño con “así que mejor guarda silencio chiquipunk”. Por supuesto la odié durante todo el tiempo en el que los compañeros me llamaron así, aunque no fue mucho porque la creatividad y el carisma que entonces tenía me ayudaron (huy si…). Me llevaba bien con casi todos, además de ser el clásico niño que hace reír a todo el mundo, simpatizaba fácil, así que no me costó mucho trabajo convencer a la mayoría de que todos éramos “harbanos”. No me pregunte por qué, ni de dónde saqué semejante estupidez, porque no lo sé, fue una de esas cosas de las que se da cuenta, cuando ya son así… cuando me llamaban “Aroón el harbano”. De cualquier modo, no duró mucho tiempo, después sólo fui Aroón, porque para entonces, yo ya le había declarado mi amor a Leticia y como ella solo guardó silencio, mi carisma se terminó, mis chistes se quedaron mudos, mis sonrisas se fueron a otro planeta, mis risas se suicidaron, mi mirada se fue a la luna…

Erica entró a la misma secundaria, una secundaria pública como cualquier escuela secundaria pública, llena de prefectos mamertos, maestros frustrados malcogidos, directora prepotente, secretarias engreídas e inútiles, pragmatismos en cada ladrillo, cooperativa, niños surtiditos, tostadas raquíticas de tinga, donas de chocolate grasosas, pambazos vergonzosos, el grupito de los pseudofresas, el grupo de los enanos, el maestro de conta con una pierna corta y demasiados sentimentalismos, la maestra de español con barbas y bigotes, el maestro de historia alcohólico, el niño genio envidioso, el niño con ojo de vidrio, la maestra pedófila, el enano estrella del basket ball, el niño chiqueado al que su madre visita hasta en el recreo, las niñas liberales que empezaban a saludar de beso en la mejilla, el mejor amigo, el chico más alto e idiota, los desapercibidos, las niñas de falda corta, los niños rebeldes y traviesos… Una secundaria común, a fin de cuentas. Erica, era bonita y lo sabía, pero era sangrona, creída, razón por la que cuando conocí a Leticia y conforme convivía con su sonrisa ella dejó de existir de a poco. Seis años de amor mudo y de lejos, se fueron al recuerdo en tan solo cuatro o cinco meses, tiempo en el que Leticia conquistó mi corazoncito con su mirada tierna y risa despreocupada. En principio creí, aunque tuviera el tremendo complejo de feo, que era posible, simple y sencillamente porque conmigo ella se divertía, me esperaba en las mañanas para que la hiciera reír. Mi mejor amigo, Antonio Tavares, era mi único confidente, él apoyaba mis planes de confesarle a Leticia que yo estaba enamorado de ella… Nunca antes, había confiado a nadie mis sentimientos, ésta, era la primer vez que me sinceraba con alguien, y sería la primer vez también que me enfrentara al rechazo o la aceptación de frente.

Un día, en una hora muerta, le llamé a Leticia, le dije que quería hablar con ella, para entonces yo estaba muriendo de nervios, pensaba por un lado que no debí haberlo hecho, pero por otro lado eran nervios que estaba disfrutando, su mirada de incógnita, mis ojos desesperados buscando un punto en el suelo en cuál quedarse fijos, ella buscando mi mirada, yo buscando aire para mis pulmones, ella moviendo su pierna que colgaba de la banca en que nos sentamos, yo apretando mis manos a fin de que no se me escaparan las caricias, ella preguntando ¿qué pasa? con los ojos, yo respondiendo para adentro con silencios… “Estoy enamorado de ti”. Silencio… miradas… cuestiones mudas… gestos de confusión, gestos de compasión… “Pero no pongas esa cara tan triste…” – dijo – un abrazo, y fin de la conversación. Yo no interpreté sino que no había respuesta, no había ni rechazo claro, no había aceptación clara… no brincó de emoción… era un “NO”.

A veces uno es estúpido por no aceptar las cosas como son, y aceptar cosas que uno cree y que no sabe a ciencia cierta. Al día siguiente, (mire usted qué cobardía y estupidez), compré unas tarjetitas de esas con ositos todas tiernas y escribí al reverso una despedida, donde explicaba que no podía seguir siendo su amigo porque era doloroso para mí, no sé qué tanto más escribí, pero eso en resumen, no obstante, no se las di, no tuve el valor para hacerlo, las puse dentro de uno de sus libros en un momento en el que ella no estaba por ahí junto a sus cosas. Qué acertado fue el lugar donde las puse, porque en menos de quince minutos ella pasó frente a mi lugar, se detuvo, me miró a los ojos, puso las tarjetas en mi pupitre y regresó a su lugar sin decir nada. Le confieso, que en el fondo, me da tristeza recordarlo, porque en el momento que me vio a los ojos supe que le había hecho daño, supe también que había sido demasiado estúpido, pero las cosas estaban hechas. Me levanté de mi lugar, las rompí, las tiré a la basura, el dolor me inundó, salí del salón…

La lección que había aprendido era muy fuerte, muy extensa, muuyy. “Las palabras no se mandan en tarjetitas de ositos”.

Ya había cometido el error, y me costó más de una noche de llanto y arrepentimiento, porque en el fondo la extrañaba, extrañaba su risa, su compañía, su cercanía. Yo había puesto una barrera entre ambos, y fue una barrera infranqueable, porque en los dos años y medio que restaron de cursar secundaria, no volvimos a cruzar palabra, hasta el día de la graduación, día que por cierto, uno termina bañado entre harina y huevo y agua y rayones en las camisas.

Cuando pasé a segundo, sabíamos (la familia), por aviso previo de mi padre, que mi medio sobrino estaría en la misma escuela, mi madre se empeñó en hacerme creer que la otra familia era detestable, aprendí el odio de platicado. El primer día de clase, no sólo había entrado al grupo un chico nuevo, sino varios, entre ellos estaba Jesús Rivera, era un güerejo, alto, y como yo traía odio preparado, lo veía con desconfianza, más, porque como chico nuevo y como güerito, llamaba la atención de las niñas, así que no fui el único que le echó miraditas de coraje… (¿se da cuenta?, aún no era adolescente y ya tenía aprendido un machismo leve territorial, qué detestable). Después resultó que era un verdadero zopenco y el pegue que traía de chico nuevo se derrumbó, además, para sorpresa mía, no era el único chico nuevo con apellido Rivera… Jorge Iván Rivera… otro lelo, que sin embargo, era mi medio sobrino, él tenía los mismos aprendizajes que yo, es decir… el odio familiar heredado. Sin embargo, yo tenía otras razones para odiarlo, ya le había comentado, él, era el niño al que mi padre le compraba juguetes caros cuando éramos pequeños… A pesar de ello, yo no le odiaba por eso, es más, nunca le odié, aprendí a fingir que le odiaba sin que se notara… no sé si me explico, en la secundaria, nadie sabía que éramos sangre de la misma sangre y dos Jorge Rivera en el mismo grupo, era visto solo como una malsana casualidad. Para fortuna de ambos, ni él ni yo, nos llamamos Jorge alguna vez en la secundaria, él era Iván, yo Aroón. Algunas veces, intercambiábamos miradas de odio (aparente), y a la vez de común acuerdo de mantener en secreto la familiaridad.

(...Leticia no me hablaba.)

En alguna ocasión, en clase de Español, tuvimos que montar una obrita de teatro, ya se imaginará usted, estuvimos en el mismo equipo, y no sólo eso, en la obra que representamos, nuestros personajes tenían una pelea en la casi culminación de la misma. Los ensayos estaban bien hasta esa parte, porque solo decíamos “bueno, en esta parte, tu y yo nos peleamos”, el ensayo seguía. Pues, otra vez, usted ya se imaginará, la maestra nos felicitó porque la pelea fue muy real, somos unos actorazos, tanto, como para que una pelea real, pareciera actuación.

Después de eso y de estar en el grupo para chicos con problemas mentales, es decir, el grupo selecto que necesitaba orientación psicológica, aprendimos, cada quien por su lado que el odio de las familias no tenía nada qué ver con nuestras vidas, por supuesto jamás fuimos los mejores amigos ni mucho menos, pero por lo menos dejamos de vernos feo.

Mi amigo Tavares, antes de la escuela, escuchaba la misma música que su padre, norteñas y rancheras, yo, mala influencia, lo introduje primero al house, luego al rap, le enseñé a bailar y después teníamos sueños de hacer un disco y planeábamos la foto de la portada de nuestro LP, aunque hubiera sido mala inversión porque pronto apareció el Disco Compacto en la vida cotidiana. Además, nos dejó de gustar esa música, él ahora es punk… y yo, no tengo idea. Tavares fue mi amigo desde el curso de regularización para presentar el examen de admisión a la secu, casualmente, no, no, causalmente, entramos al mismo grupo, fuimos amigos inseparables por tres años. Él, siempre bondadoso, siempre buen amigo, divertido. Además de él, estuvo también Daniel, éramos, creo, los más bajitos de primer año, juntos formábamos el grupo de los enanos, grupo que se ganó, gracias al maestro de conta, el sobrenombre de “Los monkikis”. Los primeros dos años, este maestro se mostró duro, burlón, y hasta nefasto, al final de la secundaria supimos por qué se comportaba así, resultaba ser un sentimentaloide, cuando realizamos un convivio de despedida en el taller de contabilidad, a la hora del discurso, el maestro se soltó a llorar, curiosamente, con nosotros Los Monkikis, porque de cierto modo, según sus propias palabras, éramos sus hijos. Es el único maestro al que me han dado ganas de visitar, pero por una razón u otra nunca lo he hecho. Tal vez, un día, cuando termine de contar esta historia lo haga.

(...Leticia no me veía.)

Tuvimos, en tercer grado, una maestra de historia que era joven, tenía veintiséis años en ese entonces, ella era de cierto modo guapa, por lo menos así le parecía a algunos compañeros, a mi en particular no me gustaba, aunque he de confesar que me llamaba la atención que llevara faldas cortas y se sentara frente al grupo sin problemas de vergüenza porque se le vieran los calzones. Un compañero, que considerábamos un poco más vivido que nosotros fue novio de la maestra, por supuesto, para ella, todo era secreto, para él no, porque nos contaba todo. A fin de cuentas, a ella ya no le importó que lo supiéramos cuando organizó la excursión a un balneario con motivo de la graduación. Desde la ida empezaron a darse besuquísimos sin ninguna clase de pudor. Él y otros pocos compañeros ya fumaban en ese entonces, cosa que descubrimos también en el viajecito ese, pues no sé en qué momento se me ocurrió aceptar la invitación del cigarro Marlboro rojo que me ofrecieron, por supuesto seguido de las instrucciones básicas para fumar, porque desde ese día, con casi quince años de edad, empecé a fumar y no lo he dejado.

(...Leticia desaparecía…)

Es curioso que recuerde más cosas del fin de la secundaria que del transcurso, pero finalmente, la secundaria fue como una enorme laguna para mí, en la que solo existían unos poquitos de pensamientos. Recuerdo, sin embargo, la tarde en que, la psicóloga nos puso un ejercicio en el que debíamos decir qué parte de nuestro cuerpo ofreceríamos, (hipotéticamente) a cambio de tener o conseguir ese algo que más deseara cada uno de nosotros. Pues estuvo difícil decidir, porque no habría ofrecido nada sino fuese obligatorio realizar el ejercicio. Por supuesto mi respuesta no fue como la de la chica que dijo “Yo daría mis piernas a cambio de que mis papás me dejaran salir a las fiestas”… ¿se imagina? ¿Querría de verdad ir a las fiestas sin piernas?. Mi caso era difícil, no había algo de mi cuerpo que pudiera intercambiar por el amor de Leticia, y qué bueno, porque a fin de cuentas ese intercambio me habría llevado por otro rumbo quizá, no me veo ahora por ejemplo sin dedos o sin manos, o sin brazo, o sin nariz… Pero se tenía que hacer el ejercicio y aunque era lógico el resultado, o sea, que la psicóloga supiera a ciencia cierta qué era lo que nos frustraba o lo que nos robaba la atención, terminé por ofrecer… “yo doy, un dedo de mi pie izquierdo a cambio del cariño de Leticia”… Ella dijo “¿eso vale lo que quieres?”, no, no, por supuesto, pero no quiero estar con Leticia si no tengo manos para acariciarla, o una pierna que me haría falta para caminar de la mano con ella, o mi nariz para darle besitos de esquimal…

No ofrecí lo suficiente… ella no vino… no la acaricié, no caminé de la mano con ella, ni le di besitos de esquimal… en cambio, tengo todos mis dedos.

El día que el curso se dio por concluido oficialmente, como le comenté antes, fue el día que volví a cruzar palabras con ella, aunque dolorosa fuera la historia, hubiera sido tal vez más, si ella, al momento de la rayadera de las camisas no me hubiera reservado un espacio limpio en el hombro izquierdo y me lo hiciera saber a través de mi amigo Tavares. En el fondo ella me quería también, ese día lo supe, aunque de cualquier modo, no de la misma forma en que yo la quise… Estúpido novecientas cuarenta y tres veces, porque hubiera sido mejor disfrutar de esos años de su risa, que pasarlos a un lado como vil sombra.

...Leticia se fue, ahora solo es pasado...


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