Wednesday, September 01, 2004

I

Las reglas de batalla

Dice mi madre que cuando era niño seguía los pasos de mi hermana, ella era como un comandante, ella daba las órdenes. Nunca cambió su forma de ser, claro hasta que se casó, porque el matrimonio no es el mismo juego, ese es otro para el que las reglas de combate se hacen siempre nuevas dependiendo de los combatientes. Mi hermana, con seis años, tenía una libertad de inventar desde sus reglas hasta sus campos de batalla, sus órdenes eran, por supuesto, una sugerencia que siempre seguíamos mi otra hermana y yo sin dudar, porque ella tenía más tiempo en este mundo, ella conocía más las trampas del terreno, las minas.

Nuestro comandante podía decir “encuérense para usar sus trapos de bandera” y los otros ya estábamos encuerados, la bandera era mas bien una capa con la que toreábamos a los carros, la batalla nunca la comprendí aunque supongo que teníamos una visión demasiado futurista en la que adelantábamos nuestra guerra contra las máquinas solo midiendo nuestra voluntad inquebrantable, no lo sé, aún cuando me cuentan esto yo sin memoria, no sé de qué trataba el juego, pero dicen que eso era demasiado atrevimiento, nunca he gustado de la idea de desnudarme frente a la gente, pero puede que sea simple entender que tres años no es mucha experiencia ni mucho pudor.

Alguna vez nuestro campo de batalla se centró en el refrigerador, las reglas de batalla eran la resistencia, debo entender ahora por ejemplo que tengo temple de hombre poderoso porque pasarse todo el día encerrado en el refrigerador junto con ellas dos no debió ser muy fácil ni cosa de cobardes, teníamos el coraje para enfrentarnos a esos menesteres de la vida, por lo menos, supongo que aprendimos que no fácilmente nos rendiríamos si en una batalla real tuviéramos que enfrentarnos con un enemigo que tuviera por cárcel un refrigerador. ¿Cómo salimos de ese encierro?… muy fácil, utilizamos nuestra inteligencia uniendo los tres, la tecnología avanzada de comunicación con la que contábamos, gritamos al unísono pidiendo auxilio. Mi madre que, lejos estaba de sospechar de estas batallas, corrió desesperada a buscar a la calle a los raptores o a quiensabe qué diablos que estuviera atormentando a sus angelitos, la cosa es que si salía de casa, el sonido parecía más lejano de lo que parecía desde dentro, tardó quizá buen rato en descifrar nuestro mensaje codificado en un “¡auxilio!” para entender la posibilidad de que estuviéramos dentro de un refrigerador atrapados.

Una vez, sintiendo cómo avanzábamos en nuestro entrenamiento de batalla, decidimos hacer una verdadera guerra contra un enemigo real y poderoso, eso solo podía ser un amigo, ¿por qué? Sencillo… debíamos conocer sus puntos débiles, sus estrategias, su forma de ser, su constitución, debíamos comprender a nuestro enemigo para poder vencerle. Éxito rotundo, el Cepillín quedó destrozado, no pudo defenderse, victoria por sobre todas las cosas, sus trapos interiores quedaron estarcidos por doquier. Sólo quedaba esperar escondidos estratégicamente a ver si no se aparecían aliados que quisieran vengar su desaparición. Desafortunadamente elegimos mal adversario porque su mayor aliado era la suprema Mandamás de la casa, o sea mi madre. Tuvo la revancha, tuvo la victoria, nosotros nuestro merecido, aunque después nos persiguiera la paranoia de una venganza verdadera desde el más allá, si escuchábamos un ruido cualquiera que no fuese algo ordinario, como que la plancha emitiera un crujido especial, entonces desconfiábamos de inmediato porque podía estar involucrado el espíritu de Cepillín exigiendo una venganza directa.

Había batallas que ninguno de nosotros entendía, amenazas que no podíamos descifrar sino solo aceptar como amenazas que eran, esas cosas inexplicables que ni la suprema Mandamás podría comprender, ella por supuesto no las decodificó como nosotros, debíamos estar preparados para un ataque, permanecer alertas, cuando ella solo decía prepárense para dormir. Yo nunca lo vi, pero mis hermanas aseguran que fue real. Era una tarde casi noche de navidad o por esos días, la verdad es que mi memoria me ha jugado trucos tan sucios como que me hacen recordar a veces, cosas que ni siquiera viví, este caso es algo similar, alguien me platica, yo me imagino y el tiempo y mi memoria hacen el resto, se queda grabado como si yo mismo lo hubiera visto. El punto es que del comedor a la ventana había unos cuantos pasos, dos metros quizá, aunque después más de veinte años las distancias y las dimensiones son algo muy dudoso, claro, la percepción es muy engañosa. En la ventana apareció un rostro, por fuera, que señalaba a una de mis hermanas, la mayor. Completamente blanco, sin expresión, el rostro, apareció aún por segunda vez, y ambas hermanas pudieron, la primera verificar que no había alucinado, y la segunda que la primera no mentía. Yo solo lo supe de platicado aunque tenga la imagen de ese rostro blanco pegado a la ventana, guardado en mi memoria. Esas reglas de batalla jamás las pudimos entender, aunque nos quedara claro que no podríamos tener paz de ahí en adelante.

Siguieron muchos otros atentados por el estilo, como cuando los pitufos cobraron vida ante la psicosis de la sociedad que aunque no tuviera la certeza de la falacia, por lo menos tomaron la precaución de dejarnos sin ese juguete del pitufo de trapo y sin ver la tele donde no podía verse ni el azul de los noventainueve pitufos y la pitufina ni ningún otro color.

En ese mundo tan agitado, tan amenazado, tan… hostil, mis demonios comenzaron a nacer como pez en el agua. –Yo iba de la mano de mi madre, mis hermanas venían a los lados. Nos dirigíamos a una panadería que se encontraba en una esquina que mas bien era triángulo, desde unos pasos antes había advertido ese montón de tierra, a mí siempre me gustó la tierra, era una montañita que prometía momentos de felicidad, momentos de ser creador, de moldear mundos y toda clase de cosas que uno quisiera, tierra negra, húmeda y hecha montañita, era mía, lo sabía en el fondo, me pertenecía simple y sencillamente porque me llamaba. Mi madre, antes de entrar a comprar el pan nos decía “no se vayan a meter a la tierra porque se van a ensuciar y les voy a pegar”, ¡ah, porque una cosa era vivir como pobres, pero otra muy distinta que gustáramos de la mugre!, yo, por supuesto tenía que experimentar, violar las reglas, entrar a combate, me subía al montón de tierra, un paraíso… Mi madre, al salir de la panadería tomaba de las manos a mis hermanas y echaban a correr, yo corría detrás de ellas gritando ¡No me dejen!, y lloraba ¡no me abandonen! corría con todas mis fuerzas, pero no avanzaba, mis movimientos eran lentos y gritaba más ¡por favor, no me abandonen! mis gritos no se escuchaban, la voz no me salía ¡perdóname mamita! ¡no me dejes!, y ellas desaparecían a lo lejos, de pronto un muro caía cerrando la calle, dejándome fuera del alcance de mamita, caía otro detrás, cerrando todo camino y diciendo “no hay vuelta atrás”- siempre despertaba muerto en llanto, mis demonios me atormentaban con ese sueño recurrente, sueño que duró varios años. Pero entonces había comprendido una regla super importante, había que temer al castigo. La enseñanza a fin de cuentas era sencilla “No desobedecer nunca a la suprema Mandamás”.

Cuando intentaron echarnos de la vecindad, no lograron sino sacarnos solo del departamento porque tuvimos la gracia de contar con una vecina compadecida que nos alojó mientras mi padre se enteraba del asunto y se tomaba la molestia de poner un poco de atención en la casa, o sea, tuvo qué, porque no había otro remedio, según recuerdo en ese entonces no iba a la casa todos los días, no era tan experto en las artes engañatorias. Mi madre, por supuesto, no era la engañada, era, más bien, el amorcito de mi padre, porque ella apareció en la vida de mi padre cuando él ya se había casado hacía ya unos veinte años, yo qué sé, finalmente el cálculo es fácil, cuando iba a la secundaria en mi grupo tenía un compañero que se llamaba igual que yo, bueno el primer nombre y el primer apellido, pero lo que para todos era una casualidad, para él y para mi, era una terrible coincidencia y a la vez el principio del odio silencioso, porque nuestras respectivas familias debían, por decirlo así, odiarse por puro protocolo, porque a esas alturas ya sabían de nosotros y nosotros de ellos. Ese chico era hijo de uno de mis medios hermanos, ja, tenía en mi grupo a un medio sobrino. Todo mundo se hacía el ciego. Cuando llegó mi padre el día del desalojo comenzaron a preparar la estrategia, ¿cuál?, ¿contra quién?, regla nueva qué aprender sobre las batallas contra la vida, “preparar la supervivencia”, plan de emergencia. Estuvimos no sé cuántos días o quizá semanas compartiendo el departamento de los vecinos, a nosotros no nos importaba, teníamos más compañeros de guerra. Los niños nos caían al dedo como anillo, o digamos, como buenos combatientes y enemigos para nuestra batalla. No bien cumplí los cuatro cuando ya estaba emigrando a un nuevo campo de batalla, ese había sido mi entrenamiento, muy deficiente, por cierto, porque cuando mi padre y yo jugábamos al karate él ponía la regla “si yo lloraba él se iba”. Uno de niño es necio y no entiende las trampas de los adultos, así que de pronto él me soltaba un karatazo con toda la intención de hacerme llorar y no obstante sufrir después la culpabilidad de que él se fuera, porque entonces mi madre también lloraba. No había llegado a los cuatro cuando había sido víctima conciente de las trampas de los adultos, mi entrenamiento había sido deficiente en combate cuerpo a cuerpo, sin embargo comenzaba a tener mis primeras lecciones sobre psicología y estrategia.

Nos mudamos a un terreno que tenían mis padres, terreno donde se había acomodado a mi abuela y a sus hijos, hermanos de mi madre, porque ellos habían venido como mi madre, desde el rancho a probar suerte a la capital, por supuesto con las manos vacías y, tiempo después de mi madre y alguna de sus hermanas. Esa historia no la conozco bien, además en ese entonces yo solo sabía que era casa de la abuela. La cosa más deprimente, porque era un cuartucho con una bola de gente amontonada tanto en la sala-cocina-comedor, como en la recámara múltiple donde dormían todos hechos bola en dos miserables camas. Si me pregunta usted, ¿A qué olía ese lugar?, aunque en realidad no sabría decirle exactamente el olor, era una mezcla entre borracho y caño y basura. Nosotros, los burgueses que veníamos desalojados de una vecindad por no pagar la renta o qué se yo, nos instalamos en otro espacio que mandó construir mi padre en calidad de urgente, ya se imaginará usted, ni siquiera tenía techo de cemento, sino de lámina de asbesto por donde se metía el agua de vez en cuando. Las calles… no había calles mejor dicho, pura tierra, no había baño, no había agua, luz, de milagro. No tengo idea cómo es que vivimos ahí dos largos años, además de venir hasta la ciudad todos los días a la escuela, eso sí, particular. -Ja ja-, no entendía por qué con mis amigos los reyes magos eran generosos y con nosotros eran poco menos que compadecidos. Un contraste terrible, hermoso si lo veo desde acá en los años.

Si usted me hubiera visto en ese tiempo, no juzgaría si hubiera hecho lo que hizo la niña a la que un amiguito de la primaria le dio un anillo de compromiso a mi nombre, por supuesto me mandó derechito y sin escalas al diablo diciendo “pinche negro feo dile que no alucine”. Por supuesto todo menos lo que dijo, fue un terrible malentendido, mi amigo había planeado declararle su amor a otra niña del grupo, llevó un anillo lindísimo con diamante y todo, no recuerdo si le hubiera podido quedar a alguna de las dos, porque supongo que él no había comprado un anillo sino que lo habría hurtado de las joyas de su casa, finalmente en chico era riquillo y que lo comprara tampoco habría sido difícil, salvo que ¿cómo compra un niño de ocho años un anillo de compromiso?. El caso es que fue rechazado, lógico, pero no era tan lógico que me lo regalara para que yo le pidiera matrimonio a la niña de la que yo estaba enamorado hacía años, o sea, era mi primer amor, pero lo mantenía así, creciendo, de lejos, usted sabe, como la luna quiere a la tierra, así la quería yo a ella, claro que nunca decía “la amo” sino “me gusta” era suficiente decirlo de ese modo, la otra palabra no la comprendía aunque en el fondo la experimentaba. Yo rehusé su oferta, no quería romper mis propias leyes, yo sabía que no le gustaba y por lo tanto aceptarla era asegurar mi propia derrota, era entrar en una batalla que no podía ganar, que tenía perdida sin haberla empezado, era mejor así, sin decir nada. Pero él, en su desahucio, no podía sino convertirse en redentor o quién sabe qué diablos, pero se aferró a que yo tenía que entregarle ese anillo a Erica, tenía que pedirle matrimonio. Se aferró de tal modo, que llorando aún su propia derrota, replicó que si no se lo daba yo, se lo daría él, (levanté los hombros). “Regla número uno, sea claro”. No sabía si el le declararía un amor que no sentía o le declararía el amor que sentía un amigo (yo), mi gesto era, pensando que haría lo primero porque lo segundo no tenía mucho sentido; el se dio la media vuelta e intenté detenerlo “no, por favor”, pero no le importó, así que muy decidido, mientras yo no podía salir del baño del puro miedo, fue a declararle mi amor y a pedirle que se casara conmigo. ¡Qué inverosímil!, a los ocho años ya me habían rechazado una propuesta de matrimonio que yo no había hecho. De cualquier modo, no pude evitar llenarme de tristeza y llorar varias noches en secreto. “Regla número dos, llore todo lo que sea necesario”.

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